Por Marcelo Koenig
El nominalismo fue una escuela filosófica que planteaba el
poder que concitaba la capacidad de ponerle nombre a las cosas. La historia
argentina contemporánea parece darle la razón a esta corriente, por lo menos en
lo que al peronismo respecta. Quién determina lo que el peronismo es, es quién
traza los vínculos generales del poder en nuestro país. Así la batalla por su
sentido es un combate cultural de primer orden, aunque intente reducírselo a
una mera disputa intrapartidaria, como si sólo fuera un episodio de la interna
intrascendente de un partido, expresada en afiches que sonríen.
La irrupción del peronismo en la historia fue un parteaguas
en nuestra historia. El hecho fundante del 17 de octubre, la aparición de las
masas en la Plaza
Pública determinando el rumbo del proceso político, es una
impronta indeleble del peronismo originario. Surgido de las entrañas de un
Estado Nacional pensado como superestructura del modelo oligárquico
agroexportador, el peronismo se macera desde la experiencia -trazada en los
tiempos de disputa interimperialista y por lo tanto de distensión de las
condiciones de la dominación- de los sectores más lúcidos de la propia
estructura estatal (militares y civiles) desarrollada al calor de la
sustitución de importaciones, el incipiente despliegue industrial, los nuevos
actores políticos y sociales, y sobre todo de la decadencia de un sistema partidocrático liberal basado
en el fraude y con una crisis de representación galopante. Cuando el peronismo
ocupó el centro del poder político estatal impregnó con su proyecto al país,
realizando una transformación profunda que abarcó todas las aristas de la vida
nacional, desde la cultural hasta la laboral, desde la económica hasta la
política. La aparición del peronismo le dio una nueva textura al poder. Lo sacó
del olimpo de la oligarquía, lo hizo plebeyo, alcanzable, distinto. Así dadas
las cosas, la cuestión de qué hacer con el peronismo se convirtió en un problema
de primer orden para propios y extraños: devino en el tema central del poder en
Argentina.
El proceso aluvional del primer peronismo se llevó puestos
los andamiajes de una cultura política anquilosada que no lo esperaba. Así su
impulso transformó las hojas, a veces el tronco y hasta la savia del árbol del
poder local, aunque muchas veces sus raíces no llegaron a penetrar la dureza de
la tierra y la piedra estructurada en años de dominación semicolonial. Ese
impulso aluvional, que transformó la vida concreta de los hombres y mujeres del
pueblo, fue encontrando sus límites en sus claroscuros, en la clasificación de
la propiedad de la renta extraordinaria de nuestro país que no alcanzó o no se
animó a desarticular, aunque si a apropiársela a través de un mecanismo
revolucionario como el IAPI. Pero, sobre todo, su freno constituyó una violenta
resistencia de las minorías privilegiadas que convencidas de la imposibilidad
de vencer al peronismo en la contienda electoral recurrió al expediente del
golpe de Estado para voltearlo.
En la mala lectura que se hace por derecha e izquierda, se
le extendió el certificado de defunción al peronismo por anticipado. El
facismo, como lo indicaba la experiencia europea, no podía sobrevivir al
control de aparato prebendario y represivo del Estado. Pero a poco de andar se
dieron cuenta que el peronismo no era aquello que sus categorizaciones
importadas decían, lo que pontificaban sus analistas, lo que vaticinaban sus
gurúes. El peronismo era una realidad viva que, como el agua, iba encontrando
sus cauces. Inútiles eran los diques que intentaban disciplinarla, encausarla
mediante la cooptación o el pacto. El peronismo se había hecho resistencia por
su capacidad de ser, como lo llamó John William Cooke, el hecho maldito del país
burgués. Se trataba de aquello que ponía en una contradicción irresoluble a la
dominación semicolonial. El pueblo, lo negro, lo perseguido, lo marginado, lo
odiado, los intereses nacionales, se hicieron sinónimos de peronismo. De esa
manera, el peronismo se hizo resistencia. Una resistencia a la que se podía
vencer mediante las armas represivas pero jamás mediante las palabras. En el
corazón del pueblo se hizo invencible, se hizo identidad propia, argentinidad
al palo.
Los sectores más reaccionarios comprendieron esta
profundidad del arraigo. Por eso plantearon la muerte como la solución final.
El hecho indomesticable había que ahogarlo en un baño de sangre, y sobre él
fundar la Argentina
de sus ilusiones: liberal, ciudadana, masculina, blanca, occidental y
cristiana. Los ensayos de prueba y error fueron las persecuciones, las
proscripciones, los fusilamientos, los secuestros, las torturas. La función
final fue la última dictadura genocida que, sobre la muerte de 30.000
compañeros, llegó para construir las nuevas condiciones de la dependencia, con
miles de presos políticos y miles de exiliados, metiendo el miedo en los huesos
de la sociedad, con la desindustrialización haciendo realidad la consigna del
Almirante Rojas (“acabaremos con el peronismo cuando acabemos con las
chimeneas”), con la financiarización de la economía, desmadrando la lógica
misma del capital, con el incremento desmesurado y condicionador de la deuda
externa. En síntesis hiriendo de muerte al proyecto mismos del peronismo
originario.
Vencido el proyecto, el peronismo quedó como un espectro
recorriendo los pliegues de una argentina que le era ajena. Pero aún así, no
pudo ser borrado de la faz de nuestra cultura política. Los fantasmas de las
disputas intestinas, el vaciamiento ideológico, la incapacidad de interpelar
desde una estructura partidaria que se achicaba y ponía a personajes oscuros a
su frente, hizo que el peronismo perdiera por primera vez en su historia en
elecciones limpias. Fue en 1983. Los sectores del poder concretado habían
aprendido la lección de la peligrosidad del peronismo. Entendieron que debían
dar la lucha en su seno por desvirtuar su carácter irreverente y transformador.
Así se fue produciendo la “alvearización” del peronismo: su transformación en
un partido liberal más, perdiendo su carácter movimientista, plebeyo, negro,
contestatario, para configurarse como un partido previsible, razonable,
intrascendente...
Pero cuando el peronismo se lo desgajó de su ideología, de
la representación de los intereses populares como estigma sangrante, sólo quedó
constituido por su enorme vocación de poder -que siempre lo diferenció de
cualquier otro tipo de propuesta de cambio-. El peronismo del poder echó sus
raíces sobre la incapacidad de los
radicales para manejar los conflictos que siempre le son ajenos, en definitiva
de su debilidad a la hora de gobernar.
El peronismo del poder, una estructura burocrática que crece
pegada al Estado como enredadera alrededor de la pared, fue el vehículo
necesario para la desnaturalización del peronismo que se hizo con Menem. Así un
proyecto de sentido totalmente antagónico se pudo llevar a cabo usando en vano
los iconos de Perón y Evita. Y una estructura partidaria, cada vez más cerrada
sobre la lógica dirigencial de los referentes y los operadores, acompañó sin
pestañar el viraje liberal del peronismo.
La aparición de Néstor Kirchner en la escena vino a poner en
crisis al peronismo como partido de poder. Porque enarboló banderas olvidadas,
porque se enanco en demandas populares, porque revitalizó causas que le eran
propias en la historia, y otras que hasta ese momento habían sido ajenas.
Porque volvió a interpelar a pueblo en la construcción de una sociedad más
justa. Por eso florecieron mil flores de la militancia y muchos jóvenes, miles
de jóvenes, recuperaron la política como herramienta de transformación.
Hoy el enemigo sabe que la disputa central es por clausurar
esa experiencia de peronismo transformador. Se trata de una querella por
ponerle sentido al partido del poder (para transformar o para destruir lo
transformado). Es que, quien piense el peronismo piensa el ejercicio de la
acción política real de la
Argentina. Por eso, prepararon hábil y pacientemente una
operación de pinzas entre un ex que sale a cruzar por afuera, y un siempre adentro
enquistado y molesto con los cambios producidos. En su habilidad para plantear
estrategias de largo plazo, los que piensan el peronismo o por lo menos apropiarse de su fuerza de poder en función
de sus intereses, operaron sobre las contradicciones internas. Aprovecharon el
alejamiento de Massa para transformarlo en su paladín. Él no tiene los límites
de Macri que en su gorilismo visceral no puede seducir al peronismo ni aunque
se lo proponga. Massa estuvo adentro, tiene autoridad para la disputa aunque
sea por afuera. No es la primera vez que el sentido del peronismo se disputa
más allá de la interna partidaria. Acaso tampoco sea la última. Aprovecharon
también la eterna paciencia de Scioli para no sacar los pies del plato, ni aún
cuando los gorilopolios mediáticos le ofrecían el oro y el moro si besaba el
anillo de Magnetto.
Lograr vencer el cerco es una disputa materia, de candidatos
y fórmulas, de mecanismos de poder y elecciones, pero también es sobre todo una
disputa cultural: lograr determinar el rumbo del peronismo. Es decir, no se
trata de voluntarismos, ni de esperar providenciales decisiones correctas de
los conductores, ni de darse entregados a la realización de profecías
autocumplidas, sino de dar debates y combates profundos sobre la patria que
soñamos y las herramientas que permiten alcanzarla.
Algunos creen que el peronismo es puro pasado con el que hay
que medir el presente, como se mide con la vara de Gardel a todos los
aspirantes a cantores de tango.
Así responde Cooke, a fines de 1967 “Pero el pasado es raíz
y no programa; el pasado es el reconocimiento de los pueblos consigo mismos que
se hace muy agudo en las épocas revolucionarias, pero no es la vuelta al
pasado, es la proyección del pasado hacia el porvenir, porque el presente envuelve
el pasado y encierra también el porvenir; cualquier política revolucionaria
conjuga dialécticamente estas tres dimensiones del tiempo sin fijarse en
ninguna de ellas, porque entonces caería en el utopismo o en el reaccionarismo
y en la esterilidad histórica”. Otros en una mirada ingenuamente progresista
plantean que el peronismo es solamente parte del pasado, el kirchnerismo surge
para ellos como un peronismo de buenos modales, exento de las cargas y
contradicciones propias del movimiento plebeyo. Para esta idea también hay una
respuesta cookiana: “El peronismo será parte de cualquier revolución real: (…)
el peronismo no desaparecerá por sustitución, sino mediante superación
dialéctica, es decir, no negándoselo sino integrándolo a una nueva síntesis”.
Revista Oveja Negra - año V - Nro. 31 - 31 de octubre de 2013